Andrea despertó sobre su cama. El sol había salido horas antes, y la esperaba paciente sobre el cielo. La habitación de la niña observaba un escrupuloso orden, casi fuera de lo normal para cualquiera de nosotros, pero no para ella. Andrea había nacido ciega. A sus 12 años nunca había visto la luz del sol. Cada noche, al acostarse, acurrucada bajo las sábanas, una suave voz elevaba una súplica al infinito con la dulce esperanza de ser oída. “Déjame ver, aunque solo sea un día, solo te pido eso”. Todas las noches repetía aquella oración con la misma fe con que la dijera la primera vez.
Aquella mañana, como todas, Andrea se incorporó en la cama, y abrió los ojos. Por primera vez en su vida pudo ver los colores. El azul de la ventana, los cuadritos rosas del vestido de la muñeca que dormía con ella, el celeste de la pintura de la pared, las florecillas silvestres de las sábanas y el rojo de las manzanas que salpicaban la colcha. Una lágrima resbaló por su mejilla. Y tras ella otra y otra. Nada podía hacer para remediarlo. El espectáculo que se alzaba frente a ella no dejaba de impresionarla. Allá donde mirase descubría nuevas sensaciones. Las formas cobraban vida ante ella como si quisieran decirle algo.
Miró por la ventana y allá afuera, en la acera, pudo ver, por primera vez, los árboles que había frente a su casa. Nunca podría haberlos ideado tan grandes, tan verdes, tan bonitos. Mil y una veces había imaginado como sería todo lo que había a su alrededor y ahora descubría que nada de lo que imaginó podía igualar tanta belleza, tanta harmonía, tanta luz, tanto color y tantas emociones.
Corrió al salón buscando a su madre. “Mamá, mamá. Puedo ver”, gritaba por el pasillo. Los brazos de su madre la estrecharon con seguridad y dulzura, y sus manos limpiaron las lágrimas de Andrea. Sin duda, aquel era el día más dichoso para ambas. Eran tan felices que, a penas, podían articular palabra. Los deseos de ambas se hacían realidad frente a ellas como si nunca hubieran sufrido y llorado su ausencia. Toda la espera y sufrimiento se desvanecía de repente como si no hubieran existido.
Andrea le dijo a su madre todas las cosas y sitios que quería ver y a los que debía llevarla. Fue un gran día que disfrutaron juntas. Alargaron las horas como si pudieran detener el reloj. Bien entrada la noche, Andrea volvió a su cama y cayó exhausta de agotamiento. Antes de que su madre la arropase ya se había dormido.
Las horas pasaron lentas, mientras Andrea y su madre dormían. Y llegó el nuevo día. El sol volvió a salir e inundó con su luz y calor todo cuanto estaba a su alcance. Pero cuando Andrea despertó, se sentó sobre la cama y abrió los ojos, ya no pudo verlo. La oscuridad había vuelto a sus ojos y, por primera vez, a su corazón. Nuevamente las lágrimas rodaron por sus mejillas, esta vez de desdicha y dolor. Ahora sabía realmente todo lo que se perdía. La visión de la mañana anterior atenazó su pequeño corazón durante tanto tiempo que creyó no poder soportarlo.
¿Cómo se puede echar de menos lo que nunca has tenido? ¿Estás realmente dispuesto a que se cumplan tus deseos? ¿Merece la pena ver solo un día en la vida y volver a la oscuridad para siempre?
No hay comentarios:
Publicar un comentario